La Argentina de Perón

para retratos, y una cantidad de chucherías, todas con su correspondiente “recuerdo de Necochea” escrito en donde menos moléstase.
— ¿Tienes suerte en los negocios?
El muchachito me miró con insolencia, como diciendo: “Si quiere comprarme algo, cómpreme de una vez, y no pregunte tanto”. Pero se limitó a encogerse otra vez de hombros.
— ¿Cómo te llamas?
— Carlos Mariani.
La conversación decayó. Elegí tres tinteros para mis sobrinos en edad escolar. Los ojos del chico brillaron.
— Tome también esto —dijo, señalándome una almohadilla para alfileres y una lapicera. Opté por tres lapiceras.
— Y ahora, esto —dijo, dándome tres cajas de útiles. También se las acepté—. El niño se reía de puro satisfecho. Como estaba en vías de hacerme

comprar todo lo que llevaba en la canasta, me apresuré a pedir que me entregase la mercadería adquirida.
Él me hizo un envoltorio primoroso, con papel de diario y una patriótica cintita azul y blanca. Trabajaba con afán, con toda su meticulosidad de comerciante deseoso de quedar bien con el cliente que acaba de hacerle hacer el negocio del día.
— ¿Está bien así?
— Sí. ¿Cuánto es?
Me dijo el precio, y se lo aboné no sin preguntarle:
— Y... ¿qué haces con el dinero que ganas?
Él me miró con toda la pillería de sus doce años.
— Si se lo digo, no me va a creer.
— No me lo digas, entonces.
— Lo pongo todo en la libreta de ahorros. Cuando tenga quinientos pesos, me compraré un “petiso” manso y lo alquilaré por hora a los chicos que vengan